Os dejo entre examen y examen un pequeño relato que a lo mejor algún día uso para alguna historia más larga. Os dejo que opinéis si os gusta o no. En cuanto pueda escribiré relatos más largos ya que no tengo casi tiempo y la inspiración con concuerda bien con tanto estrés.
♦♦♦♦♦♦
Nadie hubiera imaginado
jamás el nuevo mundo, nadie jamás hubiera buscado un rastro de luz
en una época oscura, en la que el cielo lloraba sangre y la tierra
repudiaba a sus hijos. El precio por la destrucción fue un mundo de
dolor y pérdida. Nadie hubiera predicho qué cómo Ave Fénix el ser
humano renacería de sus cenizas. Una nueva oportunidad pero lejos de
aquella Tierra que habitaron hasta exprimir cada gota de su
vitalidad. Los supervivientes de los últimos alientos del planeta
por deshacerse de la peste humana tomaron rumbo a otro lugar de la
galaxia, vencieron la partida y buscaron un nuevo hogar qué habitar.
Los humanos parecían haberse redimido, parecían haber escarmentado,
pero el peligro qué conllevaban, que siempre habían conllevado, les
había llevado a estar solos, a no descubrir nunca si había vida más
allá de su planeta. La avaricia y el egoísmo, tan presentes en la
historia humana siempre echaron para atrás al resto del universo.
Todos veían a los humanos cómo la criatura más bipolar existente.
Nunca quisieron saber nada de ellos. Una vez destruida la Tierra
partieron con la esperanza de encontrar un lugar al qué poder llamar
hogar. En la Tierra abusaron, abusaron creyendo que nunca se
quedarían sin casa y por ello ya sólo quedaban unos miles de humanos
metidos en una nave enorme que había sido construida siglos atrás
para una situación cómo aquella, humanos que predijeron su destino
y no fueron capaces de cambiarlo. Sólo tenían un número fijo de
combustible pero tenían tres planetas posibles que recorrer buscando
un hábitat con lo suficiente para establecerse. Si ninguno de los
tres se adecuaba a la vida humana estarían perdidos, perdidos para
siempre.
Nunca nadie había estado tan solo, tan abandonado, tan
menospreciado, tan arrepentido, tan sumamente dolorido. Parecía que
los años habían fortalecido a esta raza, qué el dolor había
esculpido en sus rostros una palidez mortal y en su corazón la
humildad y sensatez qué siempre había necesitado.
Pasaron meses vagando por
el espacio, perdieron la cuenta de los días, perdieron la cuenta de
su vida y perdían cada día combustible. Recorrieron los dos
primeros planetas y ninguno de ellos era suficiente. Siempre faltaba
algo, nunca estaban todos los requisitos necesarios. Algunos días
morían humanos, morían de pena o de enfermedad, más morían y cada
vez eran menos. Era uno de los principales problemas, extinguirse
antes de poder comprobar el tercer y último planeta en cuyo suelo y
atmósfera habían depositado su esperanza. Más que nunca veían sus
errores y como buenos historiadores los escribían en un libro, en él
también escribieron toda la historia humana, desde los primeros
pasos prehistóricos hasta el día en el que tuvieron qué partir.
Todos comentaban los datos y uno escribía. Tardaron mucho en tener
todo escrito, tanto cómo duró la travesía.
Cuando llegaron al tercer
planeta, sin más esperanzas en todo el universo, algunos salieron
sin protección al planeta y otros decidieron albergar alguna
esperanza pero no en ese instante y por ello se vistieron con trajes
espaciales. Vagaron por el terreno, midieron, observaron, calcularon
y buscaron agua y recursos básicos tal cómo tierra fértil para las
semillas qué llevaban. Tardaron más de un mes, más que en los
otros planetas. Al final aquel planeta era compatible con ellos, era
casi cómo la Tierra y les quedaba mucho por descubrir. Al que
denominaron el Guardián del libro le ordenaron escribir el trayecto
de la nave, los días en los que la esperanza se perdía y la llegada
a aquel planeta al que llamaron Irtia, sin significado ni sentido,
sólo una palabra lista para anidar en sus corazones cómo un
sentimiento, cómo un palpito, como el hogar que esperaban crear en
ella.
Escondieron el libro en un
lugar desconocido de qué solo sabría el Guardián y sus
descendientes, así lo decidieron por unanimidad y empezaron de cero.
Abandonaron la nave y la dejaron sufrir los años y cubrirse de
enredaderas para recordar qué algo había ocurrido. Creyeron qué
olvidando serían la raza que debieran ser, una raza humana y
fraternal. Una raza pacífica. Pero algo se torció, entre los
humanos aparecieron algunos con características que podrían
denominar sobrenaturales, lo más probable es que la radiación de
los dos soles qué iluminaban aquel sistema hubiera provocado
aquellos cambios en determinados individuos. Fueron marginados y
temidos, los humanos creyeron qué eran un peligro para el planeta.
Todo esto ocurrió lentamente durante los primeros siglos de la
redención humana, por un tiempo se creyó qué los humanos habían
logrado cambiar, pero cómo bien el universo pensaba los humanos,
primitivos y testarudos, tendrían qué dejar de verse superiores
para poder cambiar y tristemente no habían logrado toda la humildad
necesaria.
Los humanos sobrenaturales
constituyeron una nueva raza, los irtianos, mientras que el resto se
siguió denominando terrestres. Ellos creían qué debían
denominarse como su planeta de origen y por ello habían marcado a
los extraños que un día fueron sus hermanos, madres, hijos, etc.,
como si hubieran sido creados por el nuevo planeta. Repudiados de su
raza decidieron buscarse su propio territorio. Se refugiaron en los
polos, en los lugares, que al igual que la Tierra, eran los más
fríos. Sus nuevas capacidades les permitían no congelarse, el nuevo
metabolismo de su cuerpo también contribuía a ello. Así y durante
siglos los humanos y los irtianos no convivieron sino que vivieron
separados. Antiguos hermanos de sangre ahora se defendían del otro,
los humanos con repugnancia, los irtianos sintiéndose abandonados y
más tarde el sentimiento del odio germino tanto en sus corazones que
ya nunca vieron esperanza ni deseo de volver a considerarse humanos.
Al igual que el universo ellos habían aprendido qué su raza hermana
tenía más oscuridad que luz, que era demasiado avariciosa y
orgullosa cómo para ver a su propia familia y mucho menos a sus
hermanos de raza.
Mientras los humanos
volvían a caer en absurdas guerras, en sistemas de reyes y soldados,
los irtianos fueron un pueblo unido, sin guerras, bueno, sin guerras
de armas, sólo guerras de palabras. Nunca atacarían a los humanos
pero si estos se atrevían a envalentonarse y tenían qué pararles
los pies, la batalla estaría probablemente del lado irtiano. ¿Cuánto
duraría la paz entre los dos pueblos? ¿Algún día desaparecería
el odio? El futuro era incierto y el destino de las dos razas
dependía de un hilo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario