Los pasos del joven caminaban seguros y rítmicos por
las cuevas. No corría pero su caminar parecía hacerlo volar. Daba la sensación
de que no pesaba, de que era tan ligero como una pluma y es que, sin duda
alguna, parecía haber recorrido aquellas cuevas más de una vez.
Vislumbro la luz de una linterna al fondo del túnel.
Comenzó a correr y en pocos segundos llego al final de la cueva donde tres
hombres y dos mujeres estaban cogiendo agua del cristalino lago cuyas aguas
reposaban en aquellas grutas.
—
¡Deteneos!
—gritó el joven.
Uno de los hombres se giró hacia él y lo apunto con
la linterna. Los ojos del joven los miraban con la sabiduría de alguien muy
viejo. El resto seguía agarrando los recipientes del agua.
—
¿Quién
eres tu muchacho? —pregunto el mismo hombre que lo había enfocado. Llevaba una
barba de varios días, marrón y enmarañada y unas marcadas ojeras en los ojos.
Tendría alrededor de cuarenta años.
—
Me
llamo Rivan Leaves y no soy ningún muchacho. —miro las aguas y seguidamente a
las cinco personas.
—
Ya
veo, un inmortal. Tú más que nadie no puedes negarnos beber de esta agua. —dijo
el hombre.- Llevamos toda la vida tras estas legendarias aguas.
—
No
lo hagan, esto no es un don, es una maldición y les aseguro que daría cualquier
cosa, cualquiera, con tal de volver atrás y no beberlas. —en los ojos de Rivan
se vio un brillo de dolor.- ¿Quienes son ustedes?
—
Soy
Martin Smith y estos son mis hermanos. Silvia y Clara. —dijo señalando primero
a la mujer más joven, una chica de veinte años de cabello rubio y ojos verdes y
luego a la otra, más bajita y
treintañera de pelo rubio en vez de
moreno como Martin y los ojos eran azules al igual que sus dos hermanos, el
segundo era pelirrojo y era el mayor de todos.- ¿Por qué deberíamos creerte
aparte de que tú ya bebiste de esta aguas?
—
No
les voy a impedir que beban, cada uno hace lo que quiera con su vida. Pero
quiero que escuchen lo que les tengo que decir. Quien advierte no es traidor
según dice el dicho.
Martin lo miro y se acercó a él. Dejo la cantimplora
en el suelo y se sentó. Sus hermanos hicieron lo mismo.
—
No
somos gente maleducada amigo. Beberemos esta agua pero sólo después de escuchar
esta historia. Te prometo que no te interrumpiremos y nadie será inmortal hasta
que tú la termines. —el hombre miro a Rivan y por primera vez creyó ver algo
más tras el dolor de sus ojos, un agradecimiento sincero y triste. Por un
momento un escalofrío recorrió su espalda.
—
Bien.
—respondió secamente el joven.
—
Espero
que sepa usted contar buenas historias. —dijo la joven Silvia.
—
Y
que no nos haga perder el tiempo ni que nos esté estafando con eso de que usted
bebió de esta agua. —no fue un tono amenazante pero Sebastian quedó claro que
no le pasaría una.
El hombre los miró, uno a uno, el dolor que
mostraban sus ojos comenzó a encender su corazón.
—
Recuerdo bien el día en el que encontramos esta
fuente. Ella y yo, tras largos meses de búsqueda, jóvenes llenos de sueños y
embebidos con el ansía de la aventura. Su nombre era Shinia, siempre habíamos
estado juntos desde que me da el recuerdo. Los años de infancia son ya muy
borrosos y sin embargo su rostro, tanto de niña como de joven sigue vivo en mi
memoria. Es lo único que está a salvo. Este es una de las maldades de la
inmortalidad. Los recuerdos van diluyéndose cómo letras que se borran en un
libro.
>> Nuestras familias tenían
raíces muy antiguas, no dudaría ni un momento en afirmar que siempre supieron
sobre la existencia de esta aguas y tampoco dudo de que nunca sintieron
tentación de vivir eternamente porque sabían de su doble cara.
Shinia y yo estábamos jugando en casa
de mis abuelos cuando logramos entrar en la gran biblioteca de la mansión. Era
un lugar prohibido para niños de diez años como nosotros. Más eso no impidió
que lográramos entrar. Nunca comprenderé porque los libros más peligrosos están
expuestos en un atril. Así estaba el libro que conduce a esta fuente natural,
un libro único del que sólo existen tres ejemplares, dos de ellos los tenían
nuestras familias y el tercero imagino que ustedes sabrán donde se encuentra. Todos los días entrabamos a escondidas y
leíamos el libro a la luz de unas cerillas. Esto sucedió en un tiempo en el que
no había luz eléctrica, el mundo era todavía joven respecto a los humanos. De
hecho en el lugar en el que vivía solo Shinia iba en contra de las reglas
impuestas a las mujeres. Por eso yo era su único amigo. Nuestras familias,
quizás porque eran conscientes de lo corta que es la vida y de que no se debe
alargarla, eran más abiertas y menos recatadas. Éramos dos niños solitarios.
Aun así según crecíamos las reglas se nos pegaban y fuimos estando
distanciados. Hasta el día en que nos presentaron a la sociedad. Nos vimos de
nuevo y nuestras familias acordaron que debíamos casarnos. Ya por entonces la
quería y nunca estaré seguro de sí ella me correspondía. Pero la gran amistad
nunca desapareció por eso recordamos el libro, nos lo sabíamos de memoria y nos
decidimos a viajar a vista de nuestros padres y en realidad nos adentramos en
las montañas de esta zona, sabiendo que la fuente estaba por aquí. Tardamos
varios meses en llegar a estas cordilleras, tras viajar por tierra y mar. Pero
al final, a mediados del siglo XIX, y yendo en contra de imposibles terminamos
andando montaña tras montaña y cada vez con más hambre y sed. Sin embargo
seguíamos con la fe de encontrar la montaña. Mis motivos, ser inmortal y tener
junto a mí a la persona que más amaba, viajar juntos, ver a la humanidad
evolucionar con nuestros propios ojos y muchas otras cosas. ¿Los suyos? Quizás
nunca los hubiera sabido.
El día en que llegamos a estas cuevas,
la luz sobrenatural del agua eterna nos guio, quizá fue alucinación o quizá que
siempre estuvimos destinados a beber de ellas y ser inmortales. Son cosas que
ni siquiera viviendo eternamente se llegaran a comprender. Hoy recuerdo ese día
como el día en el que morí.
Bebimos emocionados, sin saber a
ciencia cierta si seríamos inmortales. A partir de ese día no sentimos hambre
ni sed, ni fatiga ni frío, ni calor. Sólo sentíamos las emociones, seguía
amándola y ella me miraba siempre igual que yo a ella. Y a pesar de que pasaban
los años y no envejecíamos, jamás abrió su corazón.
Un año antes de que cumpliésemos los
cien años las cosas comenzaron a ir mal. Yo estaba perfecto, el agua me había
vuelto inmortal. Pero ella, a veces volvía a sentir frío. Nunca sintió calor.
Otras veces su estómago rugía de hambre y sin embargo ella no la sentía. Cada
vez hablaba menos. La revolución industrial había acelerado el transporte y me
la traje a las cuevas. Aunque sólo habíamos estado una vez el agua que corría
por mis venas me guió de nuevo a esta gruta. Ella siempre venía conmigo. No se
detenía. Pero sus ojos cada vez estaban más vacíos y ya no brillaban. Al décimo
mes, cuando ya estábamos a mitad de camino en las montañas me percaté de que su
piel se estaba volviendo grisácea, del color de las piedras que acunan esta
fuente. Cuando estábamos llegando, en los últimos días, se cayó al suelo, ni
siquiera gritó, no pareció dolerle. Tarde cinco minutos en darme cuenta de que
no me seguía. Volví y al verla en el suelo intente levantarla. Sus tobillos
estaban rígidos al igual que sus pies y sus rodillas.
Me asusté como cuando era niño y me
daba terror la oscuridad. La cogí en brazos y pesaba, pesaba más que lo normal,
o eso me parecía a mí. Caminé hasta aquí. Era el día en el que ella cumplía
cien años, yo ya los había cumplido seis meses atrás. La mantuve apoyada contra
la pared y llené la cantimplora de agua. Volví a sujetarla y le di de beber el
agua. Se mantuvo sola en pie sin que yo la sujetara más no era una buena
noticia. Se mantenía en pie porque sus piernas y parte de su torso eran ya de
piedra. Comencé a darle otro trago de agua y se transformó en piedra hasta el
cuello. Entonces la mire a los ojos. Hacia unos meses que ya no hablaba y su
estómago se había callado, comprendí que no rugía de hambre, sino de vacío, del
vacío de una roca. Sin embargo en sus ojos volvía a haber, por un breve
instante, el brillo que tenía cuando éramos niños y jugábamos. Me fije más y vi
una súplica en sus ojos.
El agua aceleraba su transformación,
era imposible detenerla pero si la terminaba antes ella dejaría de sufrir en
silencio. No era muda por propia voluntad, las piedras no hablan y ella se
había ido transformando ante mis ojos cegados en una. Cuando la miré
transformada por completo lloré como cuando era un crío, intenté matarme con un
cuchillo pero lo único que logre es una cicatriz que sigo teniendo. Cogí la
estatua, con cuidado, y tarde en moverla muchas horas pero al final la dejé a
la entrada de las cuevas. La dejé con la esperanza de alertar a imprudentes
viajeros que buscasen estas aguas.
Volví a nuestro hogar y mis hermanos,
ya ancianos y rodeados de nietos me preguntaron, sin sorpresa, porque había
elegido aquel camino. No hizo falta que respondiera pues la hermana pequeña de
Shinia que se encontraba con ellos, pues se había casado con mi hermano mayor,
me miró con el interrogante de donde estaba su hermana y al bajar la cabeza sin
atreverme a mirarla porque sus ancianos ojos brillaban igual que los de mi
amada ella comenzó a sollozar.
Mi hermano mayor, James, me condujo a
la gran biblioteca, me conto que nuestros padres le contaron el secreto del
libro cuando el más pequeño de nosotros cumplió los dieciocho, un año más tarde
de nuestra partida. Me pregunto si Shinia se había transformado en piedra, en
una piedra idéntica a la que retenía el agua eterna. Cuando asentí me dijo que
existía una página que poseía el libro de la familia de Shinia en la que se
advertía de la maldición de las aguas. Nuestros padres les habían dicho que no
todo el mundo es apto para la inmortalidad, que no se puede saber y que no hay
forma de volver atrás. Ser inmortal era una maldición, pues muy pocos de los
que bebían del agua serían inmortales pues el propio líquido se defendía de las
manos humanas. Muy pocos lo toleraban y muchos terminaban convertidos en
piedra. Más del noventa por ciento de todos los que se habían atrevido a beber
de sus aguas en caso de haberlas encontrado, muchos por accidente y otros
tantos por codicia.
Aquellos días hicieron un funeral
simbólico a Shinia y el último día que estuve al lado de mis ancianos hermanos
fue ese día. Yo ya no tenía sentido allí, no podía encariñarme de nuevo con
nadie. Era mejor estar sólo y sufrir solo.
Tras un siglo vagando por el mundo me
vine a vivir aquí. Me construí una casa cerca de aquí con el fin de disuadir a
aquellos que se acercasen. Así pues vosotros decidís si jugar con el azar, la
naturaleza, el destino o quién sabe qué. Mis hermanos me dijeron que el tiempo
en convertirse en piedra depende de la persona y que si Shinia había tardado un
año es que había luchado con todas sus fuerzas.
Los tres hombres estaban callados. Mudos y en su
semblante se detonaba pesar, tristeza y compasión. Las dos mujeres se
levantaron, silenciosas y sin decir una palabra y devolvieron el agua a la
fuente.
—
No
seremos nosotras las que tienten a la naturaleza. —dijeron con firmeza y
abrazaron al joven sin previo aviso.- Ojalá pudiésemos hacer algo, somos
científicas pero ahora nos sentimos tan inútiles cómo un abogado en un quirófano.
—
Tienes
coraje, chico. —dijo Martin. Se levantó también y tiró el agua.- Vente con
nosotros. Serías un buen científico, por si no te has dado cuenta aquí todos
los hermanos lo somos. El conocimiento no se perdería nunca si estuvieses en el
mundo de la ciencia y podrías vivir de ello, entretenerte e incluso divertirte.
Rivan se quedó ensimismado mientras los otros
hombres tiraban el agua. Las mujeres volvían a sentarse y ellos se apoyaban en
una pared.
—
Martin.
—pronunció de repente y con tono grave el joven.
—
¿Qué?
—pregunto el hombre frunciendo el ceño.
—
Si
cogemos esta agua y piedras de alrededor para estudiarlas ¿ustedes me enseñaran
esa ciencia de la que tanto dicen saber?
—
¿Para
qué en concreto? —pregunto la mujer más joven.
—
Me
gustaría estudiarlas junto a ustedes, sería beneficioso para ambos, incluso
dejare que tomen muestras de mi sangre. No se confundan, no quiero que el mundo
sea inmortal pero las propiedades de esta agua quizás tengan poder para curar
enfermedades que todavía no tienen cura y quizás separar de ellas eso que hace
a la gente inmortal o que la convierte en piedra.
—
Eres
inteligente, chico, vinimos para ser inmortales sí, de eso no hay duda, pero
nuestras hermanas que son mejores en la ciencia biológica y todo lo relacionado
con medicina querían estudiar la fuente. —explicó John, quien era la primera
vez que hablaba.- estaremos más que encantados de enseñarte pero hay algo que
me gustaría saber… ¿en que te beneficiaría a ti?
—
Quizás
pueda revertir el efecto de la transformación. —en los ojos de Rivan habían un
brillo de esperanza, un brillo juvenil, más de lo que realmente era.
—
No
te crees falsas esperanzas, amigo. ¿Quién te dice que ella no está muerta
dentro de ese cascarón de piedra? ¿Quién te dice si te reconocerá o si no habrá
acaso olvidado todo su pasado? ¿Y si te recuerda pero jamás te amó, sólo fue la
gran amistad que os unía? —Martin le puso la mano en el hombro y lo condujo
hacia la salida mientras sus hermanos tomaban las muestras—. Te ayudaremos, que
de eso no te quepa ninguna duda. Si eso es lo que te hace seguir adelante aférrate
a él pero si lo tienes que dejar marchar no intentes retenerlo.
—
Shinia
era el motivo de mi inmortalidad y ahora es… parte de la cueva, es su estatua. —calló
y siguió caminando hacia la salida.
Martin lo siguió hasta que los rayos del sol les
bañaron por completo. Martin tenía un ligero bronceado pero la piel oscura y
bronceada de Rivan contrastaba visiblemente.
Rivan se giró y Martin contemplo la estatua de una
mujer alta, delgada y con ropas harapientas y descoloridas que estaban sobre la
piedra. La piel, su cuerpo, eran de piedra, de una piedra lisa y brillante. Sus
ojos, abiertos, no tenían iris, pupila ni nada, eran grises y vacíos, eran como
dos piedras incrustadas. El pelo descansaba en una trenza sobre su hombro
derecho y el detalle de cada hebra de pelo hacía que un escalofrío recorriera
la espalda de Martin.
Al entrar la habían visto pero no se habían siquiera
parado a observarla, creían que sería una estatua guardiana como las de otras
culturas. Sin embargo, en aquel momento sabía que dentro había un corazón
enjaulado, sí una inmortal, pero en una piedra pues las piedras son eternas.
—
¿Cómo
es posible que durante tanto tiempo al aire libre no se haya erosionado ni un
poco? —pregunto sin dejar de mirarla el hombre.
—
Supongo
que es porque esa piedra pueda contener propiedades del agua que impiden
cualquier manipulación de la propia naturaleza.
Rivan no lo miraba. Parecía mirar más allá de la
piedra que recubría a la joven. Alzó la mano de una manera casi inconsciente y
recorrió su mejilla con las yemas de los dedos. Era fría y suave, era como si
fuera real pero estuviese muerta. Eso le inquietaba.
Los cuatro hermanos salieron de la cueva varios
minutos más tarde y se fijaron silenciosamente en la estatua. Martin se acercó
a ellos y miraron al muchacho.
—
Es
muy bella. Cuando regrese estoy segura de que habrá encontrado un tesoro teniéndote
a su lado, tantos años para hacer lo que quieras y sin embargo no la has
abandonado. —Clara le sonreía con amabilidad.- Sin duda el mundo necesita a
personas como tú.
—
Es
hora de marchar —dijo como respuesta Rivan. Le dio un beso en la frente a la
estatua y se dio la vuelta.- Siempre tendré esperanza, es lo único bueno que no
he perdido y nunca perderé.
Los seis se marcharon y caminaron por las montañas.
Los mortales sabían que su tiempo era escaso y debían aprovecharlo, lo habían
visto con sus propios ojos, ni todo el tiempo del mundo eliminaba el dolor, lo
habían visto en aquel joven que en realidad era muy viejo, en sus ojos y debían
ayudarle pues aunque no se había transformado en estatua estaba vacíandose y
parecía un fantasma errante.
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