El frío entraba entre las rendijas y se colaba
por cada grieta de la cabaña. No resistiríamos demasiado tiempo y sin embargo debíamos
hacerlo. Huíamos del pasado y de todos nuestros recuerdos. Y sin embargo, allí
jamás nos encontrarían. Allí podíamos volvernos locas sin que nadie se diese
cuenta. Kara estaba acurrucada junto a mí aferrándose a la manta que se había
llevado consigo. Era tan pequeña que dolía pensar todo lo que habíamos pasado
hasta encontrar un techo. Aunque ese techo estuviese a punto de caerse. Desde
donde estábamos sentadas veíamos el paisaje que se expandía desde las ventanas.
Altas montañas que sólo con verlas nos helaban los huesos. Nadie nos
encontraría, por lo menos nadie humano. ¿Qué era aquello? ¿Una pesadilla? ¿Un
simple sueño? ¿O era real? Eso es lo que más se clavaba en mi corazón, que
fuera horriblemente real.
Recordaba lo que mi pequeña hermana y yo habíamos
visto. Ella no era del todo consciente pero si lo suficiente para llorar y
comprender que nada volvería a ser como antes. Pero en cuanto vi lo sucedido
recordé las historias de madre para mandarnos a dormir. Fue en ese momento en
el qué supe que los monstruos existen más allá de las pesadillas.
Volvíamos de recoger agua en el río cuando vimos la
humareda a lo lejos. Sentí un escalofrío recorrer mi columna y cuando llegamos
tras correr lo que podíamos, teniendo en cuenta que Kara sólo tiene 4 años, vimos
los cuerpos de nuestros vecinos inertes sobre el suelo. Las casas ardiendo y
los animales de las granjas pasaban de un lado a otro intentando apagar las
llamas que los rodeaban. Jamás olvidaré el olor a carne quemada ni las jóvenes nieves
que cubrían el suelo teñidas de rojo. Cuando llegamos a nuestra casa, bueno, ni
siquiera había ya casa. A la puerta estaba mi madre. Si no fuera por el charco
que la rodeaba, podría haber estado sólo durmiendo.
Sin pensarlo cogí a mi hermana en brazos mientras el
cubo de agua caía en un ruido sordo al suelo. La acurruqué en mi hombro y eché
a caminar sin dirección concreta. Sólo quería alejarme de allí. Mis piernas se
movían sin que yo se lo ordenase y mi mente se decía que lloraría a los muertos
más tarde. Durante el día de viaje, con hambre y sed, fui acompañada del llanto
y los gemidos de mi hermana. En el zurrón llevaba comida pero intentaba dejarla
hasta que nos hiciese falta. Era muy poca puesto que era el almuerzo que
habíamos llevado al río.
Cuando vi las montañas a lo lejos y una cabaña
abandonada baje a mi hermana y la lleve casi a rastras hasta la casi derrumbada
estructura. Cuando entramos me caía al suelo y me puse a llorar. Tome
conciencia de todo, de lo que habíamos hecho y el miedo me invadió. ¿Quién
había hecho aquello? ¿Nos seguirían? ¿Moriríamos? Pase horas así mientras Kara
se acochaba contra mí. Le ofrecí más de la mitad de la comida. La comió gustosa
pero triste. Al mirarla me decía que teníamos que sobrevivir. Durante tres días
sentimos hambre pero conseguí hacer fuego y hervir nieve para poder beber y
calentarnos mientras veíamos las montañas alzarse amenazantes sobre nosotras. Al cuarto día me dije que no podíamos estar lejos de alguna aldea.
Cogí a Kara sacando todas las fuerzas que me quedaban. Mi hermana se había
vuelto completamente muda y no articulaba palabra, sonido o llanto.
En nuestro viaje conseguí encontrar un río a las
pocas horas y lo seguí con la esperanza de encontrar comida o alguna aldea.
Antes de caer la noche llegamos a un pequeño bosque y tras examinar algunas
frutas tal y como padre me había enseñado le di una a Kara y cogí otra para mí.
El resto las guarde. Comimos en silencio y con la mirada perdida. Al día
siguiente no quise marcharme todavía de aquel bosque así qué intente cocinar la
fruta un poco e incluso intente pescar cómo bien pude.
Día tras día pasaba mientras Kara y yo nos hacíamos
un hogar en aquel bosque. Aprendimos a pescar, a poner trampas y a saber que
frutas eran buenas y malas, más allá de los conocimientos que nos habían
inculcado. A las fieras las espantábamos con fuego y lo que al principio fue un
refugio de llamas se transformó en una pequeña cabaña, un poco mal hecha, sí,
pero suficientemente resistente para protegernos del exterior. El miedo fue
desapareciendo y tras dos años Kara parecía haber olvidado lo ocurrido. Su
mente había bloqueado el pasado y yo la ayude haciendo que no había pasado
nada. Kara crecía cada vez más fuerte por el entorno en el que nos habíamos
instalado. Nunca me atreví a salir del bosque y ella no parecía desear marcharse.
Habíamos encontrado un nuevo hogar. Pero en la noche, mientras mi hermana
dormía yo miraba a las estrellas pensando que nuestros padres estarían allí
junto a los dioses celestes y las lágrimas resbalaban por mis mejillas pensando
en el olor a quemado y en los cadáveres de nuestro antiguo hogar. También
recordaba la cabaña destartalada y las montañas que se veían a lo lejos.
Pasaron cuatro años. Kara había cumplido los siete
años absolutamente feliz y pensando que aquel había sido siempre su hogar. Por
alguna razón nunca me pregunto por nuestros padres, ella decía que éramos hijas
del bosque y yo le seguía la corriente inventándome historias con las que entretenerla. Yo tenía ya dieciocho años y tenía la
sensación de ser mucho mayor. Vivíamos en paz, y el miedo, poco a poco, había
ido mitigándose en mi interior. Todo estaba en calma, cazábamos, pescábamos y recolectábamos.
Los lobos y los zorros ya no trataban de atacarnos e incluso dejaban a Kara
jugar con sus crías. La primera vez que la vi jugar con ellas ante la
vigilancia de las madres lobo pensé que quizás si fuéramos hijas del bosque. Éramos
ya parte de aquel lugar y habíamos convivido en paz y encontrado nuestro hogar.
Habíamos conseguido ser Hijas del Bosque y los dioses celestes parecían estar
de nuestro lado hasta el día en el qué oímos las voces.
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