Hijas del bosque

5 de octubre de 2014

El frío entraba entre las rendijas y se colaba por cada grieta de la cabaña. No resistiríamos demasiado tiempo y sin embargo debíamos hacerlo. Huíamos del pasado y de todos nuestros recuerdos. Y sin embargo, allí jamás nos encontrarían. Allí podíamos volvernos locas sin que nadie se diese cuenta. Kara estaba acurrucada junto a mí aferrándose a la manta que se había llevado consigo. Era tan pequeña que dolía pensar todo lo que habíamos pasado hasta encontrar un techo. Aunque ese techo estuviese a punto de caerse. Desde donde estábamos sentadas veíamos el paisaje que se expandía desde las ventanas. Altas montañas que sólo con verlas nos helaban los huesos. Nadie nos encontraría, por lo menos nadie humano. ¿Qué era aquello? ¿Una pesadilla? ¿Un simple sueño? ¿O era real? Eso es lo que más se clavaba en mi corazón, que fuera horriblemente real.

Recordaba lo que mi pequeña hermana y yo habíamos visto. Ella no era del todo consciente pero si lo suficiente para llorar y comprender que nada volvería a ser como antes. Pero en cuanto vi lo sucedido recordé las historias de madre para mandarnos a dormir. Fue en ese momento en el qué supe que los monstruos existen más allá de las pesadillas.

Volvíamos de recoger agua en el río cuando vimos la humareda a lo lejos. Sentí un escalofrío recorrer mi columna y cuando llegamos tras correr lo que podíamos, teniendo en cuenta que Kara sólo tiene 4 años, vimos los cuerpos de nuestros vecinos inertes sobre el suelo. Las casas ardiendo y los animales de las granjas pasaban de un lado a otro intentando apagar las llamas que los rodeaban. Jamás olvidaré el olor a carne quemada ni las jóvenes nieves que cubrían el suelo teñidas de rojo. Cuando llegamos a nuestra casa, bueno, ni siquiera había ya casa. A la puerta estaba mi madre. Si no fuera por el charco que la rodeaba, podría haber estado sólo durmiendo.

Sin pensarlo cogí a mi hermana en brazos mientras el cubo de agua caía en un ruido sordo al suelo. La acurruqué en mi hombro y eché a caminar sin dirección concreta. Sólo quería alejarme de allí. Mis piernas se movían sin que yo se lo ordenase y mi mente se decía que lloraría a los muertos más tarde. Durante el día de viaje, con hambre y sed, fui acompañada del llanto y los gemidos de mi hermana. En el zurrón llevaba comida pero intentaba dejarla hasta que nos hiciese falta. Era muy poca puesto que era el almuerzo que habíamos llevado al río.

Cuando vi las montañas a lo lejos y una cabaña abandonada baje a mi hermana y la lleve casi a rastras hasta la casi derrumbada estructura. Cuando entramos me caía al suelo y me puse a llorar. Tome conciencia de todo, de lo que habíamos hecho y el miedo me invadió. ¿Quién había hecho aquello? ¿Nos seguirían? ¿Moriríamos? Pase horas así mientras Kara se acochaba contra mí. Le ofrecí más de la mitad de la comida. La comió gustosa pero triste. Al mirarla me decía que teníamos que sobrevivir. Durante tres días sentimos hambre pero conseguí hacer fuego y hervir nieve para poder beber y calentarnos mientras veíamos las montañas alzarse amenazantes sobre nosotras. Al cuarto día me dije que no podíamos estar lejos de alguna aldea. Cogí a Kara sacando todas las fuerzas que me quedaban. Mi hermana se había vuelto completamente muda y no articulaba palabra, sonido o llanto.

En nuestro viaje conseguí encontrar un río a las pocas horas y lo seguí con la esperanza de encontrar comida o alguna aldea. Antes de caer la noche llegamos a un pequeño bosque y tras examinar algunas frutas tal y como padre me había enseñado le di una a Kara y cogí otra para mí. El resto las guarde. Comimos en silencio y con la mirada perdida. Al día siguiente no quise marcharme todavía de aquel bosque así qué intente cocinar la fruta un poco e incluso intente pescar cómo bien pude.

Día tras día pasaba mientras Kara y yo nos hacíamos un hogar en aquel bosque. Aprendimos a pescar, a poner trampas y a saber que frutas eran buenas y malas, más allá de los conocimientos que nos habían inculcado. A las fieras las espantábamos con fuego y lo que al principio fue un refugio de llamas se transformó en una pequeña cabaña, un poco mal hecha, sí, pero suficientemente resistente para protegernos del exterior. El miedo fue desapareciendo y tras dos años Kara parecía haber olvidado lo ocurrido. Su mente había bloqueado el pasado y yo la ayude haciendo que no había pasado nada. Kara crecía cada vez más fuerte por el entorno en el que nos habíamos instalado. Nunca me atreví a salir del bosque y ella no parecía desear marcharse. Habíamos encontrado un nuevo hogar. Pero en la noche, mientras mi hermana dormía yo miraba a las estrellas pensando que nuestros padres estarían allí junto a los dioses celestes y las lágrimas resbalaban por mis mejillas pensando en el olor a quemado y en los cadáveres de nuestro antiguo hogar. También recordaba la cabaña destartalada y las montañas que se veían a lo lejos.

Pasaron cuatro años. Kara había cumplido los siete años absolutamente feliz y pensando que aquel había sido siempre su hogar. Por alguna razón nunca me pregunto por nuestros padres, ella decía que éramos hijas del bosque y yo le seguía la corriente inventándome historias con las que entretenerla. Yo tenía ya dieciocho años y tenía la sensación de ser mucho mayor. Vivíamos en paz, y el miedo, poco a poco, había ido mitigándose en mi interior. Todo estaba en calma, cazábamos, pescábamos y recolectábamos. Los lobos y los zorros ya no trataban de atacarnos e incluso dejaban a Kara jugar con sus crías. La primera vez que la vi jugar con ellas ante la vigilancia de las madres lobo pensé que quizás si fuéramos hijas del bosque. Éramos ya parte de aquel lugar y habíamos convivido en paz y encontrado nuestro hogar. Habíamos conseguido ser Hijas del Bosque y los dioses celestes parecían estar de nuestro lado hasta el día en el qué oímos las voces.

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