¡Hola! ¿Qué tal el fin de semana? Yo ahora mismo me paso por aquí (mientras estudio modalidades textuales) para dejaros un microrrelato que escribí para un concurso y como no hubo suerte (así hasta que vaya la vencida) os lo traigo para que me deis vuestra opinión. Por cierto, ¿os gusta el nuevo aspecto del blog?
***
El
viento mece las ramas desnudas al son del trinar de los pájaros. Las hojas
crujen bajo mis pies mientras corro tras el elegante conejo blanco.
'No
eres Alicia, no eres yo' dice
la voz de aquel libro que tantas veces había releído.
No
soy Alicia. Soy yo, estoy siguiendo al conejo blanco, como ella. Pero no soy
ella.
El
conejo desaparece y no paro, continuo corriendo.
Corro.
De pronto caigo. Siento el vacío bajo mis pies, el nudo de mi estómago
elevándose hasta mi garganta.
Caigo.
Miles
de objetos invaden las paredes.
'Son
objetos perdidos, nadie los ha puesto ahí, sólo aparecen y ya está. Juguetes
que ya no quieren. Joyas que ya no valen. Muebles olvidados. Recuerdos abandonados'. Conozco este lugar. Lo conozco. Si no, ¿por qué sabría
eso?
Caigo.
Quiero
llorar. ¿Soy yo también un objeto perdido? Tengo esa opresión en el pecho y sé
que si paro de caer la seguiré teniendo.
Ser
un objeto perdido en un lugar perdido es una sensación que nunca se olvida. Claro
que no. Sería estúpido olvidar haber sido olvidado, sería, de una forma
sencilla, una paradoja absurda.
Dejo
de caer. Sin un golpe fuerte. Ni siquiera me sorprendo. Mis pies parecen
recordar. Sólo un leve golpe suave que recorre mi cuerpo, un escalofrío como de
recuerdo. En realidad sé en lo más profundo de mi alma que el impacto ha sido
fuerte, doloroso y seco pero una niebla engulle mi mente y pone en ella ese
recuerdo de un leve ascenso.
Veo
un reflejo blanco de largas orejas. Lo sigo en silencio. En completo silencio.
Llego
a una sala circular. Sé que está llena de puertas, es lo bueno que tiene leer.
Busco la mesa del centro y cojo el frasco. 'Bébeme'.
-
Oh, no seré estúpida como Alicia.-digo mientras cojo la llave que reposa encima
de la mesa y la aprieto con fuerza mientras el líquido recorre mis labios hasta
alcanzar mi garganta.
Camino
hacia la puerta. Introduzco la llave y la giró con un sólo movimiento de
muñeca. Las bisagras chirrían con el movimiento de la puerta, una luz rojo
sangre me ciega y siento un intenso dolor…
Una luz
mortecina me deslumbra al abrir los ojos. Huelo el aire, está impregnado de un
fuerte aroma a sustancias químicas y desinfectantes. Veo a mi madre llorar. Me
abraza con fuerza como si quisiese que no me fuera a ninguna parte. No
comprendo.
Deslizo la
camiseta sobre mi piel mientras la enfermera hace la cama. Tres meses tras el
accidente. Tres meses desde que burle a la muerte. Mi madre está haciendo la
maleta. Vuelvo a casa con el regusto ácido y amargo de haber estado a punto de
morir.
Hay flores por
todas partes. Me repugnan. No he muerto, no quiero que me traigan ramos de
funeral. Sujeto las muletas con firmeza y práctica. Voy a mi habitación. Mi
vista se clava en la cabecera de mi cama donde reposa, como si tuviera complejo
de peluche, un ejemplar de ‘Alicia en el País de las Pesadillas’ de Lewis
Carrol. Recuerdo el accidente, recuerdo mis pesadillas, agarro el libro y lo
escondo en un viejo arcón. Alicia no volverá a atormentarme, no volveré a ese
país de horror y sangre, no volveré a tentar a la muerte.
‘No
eres Alicia. Si caes, mueres. No hay País de las Maravillas’.
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